Hace mucho
tiempo, en un reino muy lejano conocí a una princesa. Era menor que yo. Una
niña angelical, pícara y traviesa. Su inocencia y ternura podían cautivar a
cualquiera. Yo estaba de visita en aquella lejana tierra. Al partir, nunca la
olvidé. Supuse que cuando ella creciera sería la típica princesa de los cuentos
de hadas, la más dulce y tierna de todas ellas.
Pero estaba muy
equivocado. Conforme pasó el tiempo la princesa creció. Cambió sus clases de
cocina por cacerías en el bosque. Dejó de jugar con sus muñecos de trapo para
jugar con príncipes ingenuos. Cambió las coletas por un cabello largo y
naranja.
Dejó de ser la
dulce princesa que esperaba historias en la noche para dormir y de cuya boca
sólo salían palabras de aprecio y amor a los animales. Su cuerpo se desarrolló,
se volvió hermosa a los ojos de cualquier mortal. Pero era dura, de mirada y
palabras punzantes y frías.
Le gustaba devorar
libros enteros sobre leyes y normas. Quería salir a comerse el mundo,
conquistarlo. Derrotarlo si es posible.
Pobres aquellos
príncipes que intentaban cortejarla. Ninguno estaba a su altura, ninguno era
suficiente. Nadie le daba la felicidad que secretamente deseaba.
La princesa sólo
los usaba para mantener compromisos orquestados para no perder su título real.
Curiosamente, los desdichados príncipes al cabo de un tiempo terminaban
destrozados, humillados, con el corazón hecho trizas y despojados de sus
tesoros.
La princesa se lo
quedaba todo, hasta el alma. Podía poseer cuanto quisiera y a quien quisiera.
Pasó mucho tiempo
hasta que volví a encontrarla. Era de madrugada cuando nuestros caminos se
cruzaron una vez más. Ella había salido de cacería en un bosque lejano y se
había perdido. Su mirada fue de alivio cuando me vio. Aunque no quiso aceptar
que necesitaba ayuda, accedió gustosa subirse a mi carruaje.
Me reconoció al
instante. Yo apenas había cambiado un
poco en todos esos años. Seguía muy flaco y con el cabello largo. Cantando con
mi grupo en las aldeas donde me inviten. Sin un castillo que poder ofrecerle ni
riquezas que pudieran sorprenderla.
Pero fue amable
conmigo. Conversamos por horas sobre tantos temas y nos dimos cuenta que
teníamos infinidad de cosas en común, sobre todo musicales. Incluso me contó
que hace muchos años fue a verme secretamente cuando me presenté en un pueblo
cercano a su reino.
Estaba encantado.
Fue como si todo lo que me habían contado de ella no importara. Y en un momento
crucial e inesperado de la madrugada, besarla fue inevitable.
Yo, que había conocido
a tantas doncellas a través de mis viajes y en tantos años, supuse que el beso
de una princesa sería la experiencia más maravillosa de todas. Pero no fue así.
La princesa no sabía besar.
Fue el beso más
extraño que tuve. No pude esconder mi desconcierto y se lo dije directamente “No
pensé que no supieras besar”. Ella se indignó. Me dijo que todos sus príncipes
le habían dicho que sus besos eran los mejores que jamás hubieran probado.
Tuve que
destrozar su ilusión. Le dije la verdad, que ellos dirían lo que sea para no
perderla. Ella no quiso aceptarlo. Su cólera era evidente. Se bajó del carruaje
prometiendo no volver a verme.
Sin embargo la
princesa no reparó en algo. Tal vez por mi edad o mi experiencia, nadie la
había besado tan bien como yo. Y eso le hacía perder la razón. Ella sentía rabia por mí
porque yo era consciente que ella no sabía besar, pero a la vez enloquecía por
volver a probar mis labios.
La princesa
rompió su promesa. Se escapaba de su alcoba cada vez que podía para poder pasar
las madrugadas conmigo. Me besaba intensamente. Pero al acercarse el amanecer,
la dualidad en ella reinaba otra vez. Con cada mañana su cólera volvía. Me
decía que me odiaba por decirle que no sabía besar. Y se marchaba dando un
portazo al carruaje.
Y así cada vez
que huía conmigo. Tierna de madrugada, pero una fiera al amanecer.
Yo estaba
encantado con ella. Adoraba pasar esas madrugadas huyendo de su reino y
ocultándonos en los lugares más insospechados. Pero no le daba importancia a su
cólera. Porque sabía que tarde o temprano volvería a buscarme. Y así sin darme
cuenta, empecé a quererla.
Ella empezó a
cambiar conmigo. Su cólera era cada vez más fuerte. Los gritos se trasformaron
en insultos, y los insultos en maldiciones. La cólera ya no sólo despertaba al
amanecer. A veces incluso reinaba de madrugada.
No lo pudo
superar. Ella cambió conmigo cuando yo estaba dispuesto a cambiar por ella,
incluso dejar mi grupo musical y mudarme cerca de su castillo. Pero su ira no
retrocedió. Crecía cada vez que compartía una madrugada conmigo.
Una noche la
esperé según lo acordado. Esa noche quería sorprenderla contándole que por fin
había renunciado a mi grupo musical, además de enseñarle el título de mi nueva
propiedad cercana a la suya. Pero sobre todo, para decirle que no me importaba que no supera
besar, que a pesar de todo, la amaba. Aguardé pacientemente pero nunca
apareció.
La esperé cada
madrugada a las puertas de su castillo. Apenas alcanzaba a ver la luz de las
velas en la torre donde ella dormía, pero ni siquiera se asomó a la ventana.
Una madrugada me
cansé de esperarla. No volví a acercarme a su castillo ni a su reino. Tuve que
matar lentamente el amor que tanto me había costado construir para ella. Tuve
que destrozarlo todo.
Me pregunto si fui yo uno más que no estuvo a su altura,
o si sólo fui un capricho para ella, una obsesión por los besos que yo le daba.
O si me amó verdaderamente y decidió no verme más para no convertirse en la típica princesa de los cuentos de hadas.
No la volví a ver
jamás. Me pregunto a veces en mi soledad y acariciando mi larga y canosa barba
¿Qué será de aquella hermosa princesa? La única que no sabía besar.