Era una fría mañana hace diez años, se veía la nieve caer
afuera del hospital y yo tenía ya varias horas sin dormir. Pero ella la estaba
pasando mucho peor, el dolor que manifestaba me hacía sentir impotente y no
había nada que yo no pudiera hacer salvo esperar.
De pronto los gritos se volvieron más agudos y allí estaba él.
Un ser pequeñito cubierto de una capa blanquecina de grasa. Lo limpiaron, lo
secaron y se lo acercaron a ella. De inmediato y por instinto se aferró al
pecho que lo alimentaría. En ese momento supe que mi vida no volvería a ser la
misma.
Me perdí el primer año de su vida, yo estaba en otro país y no pude hacer mucho desde tan lejos. Pero ella se esforzaba en mantenerme al tanto de su crecimiento. Al regresar sentí que volví a recuperar el tiempo perdido con mi pequeño, pero nos volvimos a alejar. Ahora vivíamos en casas distintas.
Cuando él era más pequeño yo intenté nutrirlo con mis gustos
musicales y de películas, lo cual me trajo varias discusiones con ella. Yo sentía
que él las disfrutaba, por ejemplo, íbamos en el auto cantando a viva voz
canciones de Ramones o Gorillaz, y luego veíamos películas de super héroes en
la casa.
Es inteligente, cuidadoso, tierno, imaginativo, amoroso, optimista,
leal y animalista como su madre. Pero es desordenado, impetuoso, perezoso,
distraído, alocado y adicto a los videojuegos como yo. Sacó lo mejor de cada
uno (guiño guiño).
Si bien no nos vemos a diario, ni lo acuesto a dormir todas
las noches, o tampoco estoy allí cuando una pesadilla lo despierta en la
madrugada, intento acompañarlo en otros momentos donde puedo aprovechar al
máximo estar con él, jugar un rato, salir a pasear, hacer videos juntos o
enseñarle matemáticas. Y quiero hacerlo ahora, porque no falta mucho para que
elija pasar mil veces pasar el tiempo con sus amigos y no con sus padres. Pero
es así, es normal, un proceso natural por el que no debería quejarme o
afectarme, yo también pasé por eso.
A veces salimos los tres a comer, o nos vamos de viaje o simplemente vamos a la playa. Porque él debe entender que, aunque sus padres ya no están juntos, haremos siempre lo mejor para que él se sienta seguro, feliz y amado por nosotros dos.
Ya han pasado diez años desde esa fría mañana nevada en ese lejano hospital. Me da un poco de temor afrontar los años que aún están por venir, pero quiero encararlos con optimismo. Porque estoy seguro que a pesar de todo, no estoy haciendo un mal trabajo como padre. No creo ser un padre a medias, como alguna vez me lo han dicho. He intentado aplicar con él la misma paternidad amorosa que viví con mi padre, y no tengo mejor ejemplo.
Yo siempre estaré dispuesto a recibirlo en mi casa, solo o con cinco gatos o quince amigos que vengan a pedir comida. Aquí estaré para aconsejarlo, para calmarlo cuando le rompan el corazón, para ver juntos películas de terror cuando deje de temerles, para darle propina cuando se quiera ir de fiesta, o para irlo a recoger cuando no esté sobrio.
Allí estaré para lo que sea que la vida le presente, y ella
también estará lista. Incluso si decide decirnos adiós, cuando crea encontrar a
su alma gemela.
Pero aún falta mucho para eso. Por ahora seguiré disfrutando
de su inocencia de diez años, de su risa, de su humor y sus ocurrencias.
Seguiré siendo un papá completo, aunque nos veamos medio
tiempo, porque creo que no hay nada en lo que quiera esforzarme más, porque ese
pequeño llegó inesperadamente, cuando dejamos de buscarlo.