Sergio no pudo oír los gritos de ella, no pudo verle hacer la maleta y
llenarla con sus recuerdos. No vio cómo Ariana se despedía de la casa ni cómo
miraba por última vez las sábanas que compartieron. No pudo ser testigo de sus
lágrimas (si es que las hubo) y de cómo éstas humedecieron sus sandalias. No
pudo oír el último portazo de Ariana antes de partir.
Sergio no estuvo allí. Tal vez no estuvo ya hace mucho y él mismo no fue consciente
de su propia ausencia sino hasta cuando se encontró cara a cara con la de
Ariana. No hubo libros, discos o ferias que adormecieran su ira, esa cólera que
Sergio acumuló durante 30 años y que se apoderó de él cuando vio la casa vacía.
Esa cólera reprimida que se volvió el monstruo que aún gobierna su forma de ser
y que apagó al hombre que era. Porque ahora, la luz de Sergio no ilumina ni la
mitad de lo que brillaba con Ariana.
Ahora Sergio intento buscar a alguien, cualquier rostro desconocido, o
alguna sonrisa que pueda sacarle del absoluto vacío que lo define. Alguien que
pueda hacerle sentir como Ariana lo hacía siempre. Intenta buscar alguien que
saque lo mejor de él, esas cosas que sólo relucían con ella, esas cosas que
incluso Sergio mismo no conocía. Alguien que convierta su sonrisa en verdadera
y que le haga dejar de ponerse esa máscara de barro que acomoda ante el espejo
todas las mañanas y que llega resquebrajada a la noche, antes de dormir.
La casa es demasiado grande para una persona que se va empequeñeciendo más y más. Y Sergio lo sabe. Es consciente que tarde o temprano las paredes se cerrarán sin previo aviso. Y nadie habrá allí para reclamar sus restos. A lo mejor, algunos maullidos solitarios acompañen ese momento.
Sergio sólo necesito a alguien con quien compartir sus historias cuando ya
nada importe. Y tal vez, encontrar a Ariana una vez más, sin que hablen ya del dolor. Sólo tomarse de la mano, y caminar hacia el jodido futuro. Ése futuro
que nada espera ya de Sergio.
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