Hace poco mis excompañeros del colegio me agregaron a un grupo de Whatssap para coordinar nuestras bodas de plata. Al entrar a la conversación (contrario a lo que pensé) percibí un ambiente de alegría colectiva. La gente mandaba audios, saludaba, hacía bromas y, en el colmo de lo imprevisible, hubo quien tomó asistencia, como si estuviésemos en el salón de clase, hace 25 años.
Fue una noche muy agradable, a decir verdad. Me distraía un rato y luego veía que tenía 60 mensajes perdidos o que algún excompañero me escribía por privado: “¿Qué tal Josué cómo andas?”, “¿Qué es de tu vida?”, “¿te acuerdas de fulanito?”, “¿Cómo se apellidaba?”, “¿mengano terminó con nosotros o se fue antes?”, “¿Quién es el que está en esta foto?”
Pero, así como decía mi mamá “después de la risa llega el llanto”, la alegría acabó por dar paso a una discusión totalmente absurda, casi por mi culpa.
Resulta que un excompañero se mandó con un discurso a todas luces huachafo que incluía una serie de bendiciones católicas, repartidas en decenas de mensajes de voz. Imagino que el asunto resultó denso y que nadie escuchó detenidamente sus audios; pues, entre una cosa y otra, este excompañero daba por hecho que íbamos a hacer una serie de actividades (dígase parrilladas u otros eventos que implican imprácticas gestiones). Yo me atreví a decirle que no estaba de acuerdo. Advertí que “en mi caso”, prefería directamente hacer un pago y evitar molestias. Fui muy amable en decírselo. Es más, copio mensaje para dejar constancia:
Sin embargo, bastó eso para que se armen dos bandos irreconciliables: por un lado, quienes sí querían organizar eventos y con ello fomentar el compañerismo; y por el otro, quienes preferíamos hacer un depósito único (o en cuotas) y así evitar cobranzas, “desaparición” de fondos y cualquier otra situación negativa que, por desgracia, ya vivimos en el pasado.
La discusión escaló a instancias en las que preferí no intervenir. Me quedé apenas contemplando cómo se materializaba aquello que decía el Joker de Ledger: “introduce un poco de anarquía, altera el orden establecido y todo se volverá caos”.
De pronto, una excompañera con más autoridad moral que yo puso freno y sugirió que el sábado hagamos una reunión virtual por zoom para decidir si hacíamos “actividades” o pagábamos una cuota. Como a mí me pareció un exceso opiné que era innecesario, que para votar podíamos hacerlo en ese momento. Pero… además tuve la mala fortuna de añadir: “por último, no creo que podamos reunirnos en zoom 30 personas a la vez”. Mi comentario debe haber caído muy mal, porque alguien desde un número no registrado me respondió: “Ay Josué, tú siempre haciendo problemas”.
La cuestión es que con todo y todo, el sábado me senté frente a la compu, esperando que la gente se conecte, que nos envíen el link del zoom, que se manifiesten… Sin embargo, pasó una hora y nadie dijo ni pío. Entonces pregunté al grupo: “¿Va a haber reunión?” De pronto, alguien me secundó: “¡Cierto!, ¿Qué fue del link?”. Pero no hubo más; ni reunión, ni acuerdo, ni bodas de plata.
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