domingo, 28 de julio de 2024

No puedo dormir y no es por falta de voluntad

Tengo serios problemas para dormir y he intentado de todo para superarlos. Antes de entrar en la habitación dejo de ver pantallas al menos media hora, me doy un baño caliente, hago estiramientos, escucho música relajante… Sin embargo, cuando me acuesto, no concilio el sueño. Estoy tres, cuatro o cinco horas mirando el techo, refregándome los ojos, pensando que va a amanecer, que los vecinos saldrán apresurados al trabajo, que los niños llorarán porque no quieren ir al colegio, que el ascensor resonará de arriba a abajo durante horas y que, en fin, todo el mundo se despertará de la forma más ruidosa posible.

En mi mesa de noche guardo un antifaz para dormir y dos tapones para los oídos. Dejé de usarlos porque el antifaz me da comezón en los ojos y los tapones, al bloquear los ruidos externos, me dejan a solas con el sonido de mi pulso y mi respiración; lo que me trae más ansiedad y, en consecuencia, dificulta más conciliar el sueño.

Durmiendo en cuarentena.

Estos problemas empeoran cuando tengo compromisos, por ejemplo: cuando tengo que hacer un trámite por la mañana, realizar una tarea pendiente o ver a alguien en el transcurso del día. Cualquier urgencia, por más tonta que parezca, genera una paradoja: la premura por dormir atenta contra la necesidad misma. Mientras más me esfuerzo, peor duermo.

Me río de la gente que dice que tiene pesadillas y se levanta alterada. Yo quisiera dormir lo suficientemente profundo para tener aquellas pesadillas. Al menos así, superado el mal sueño, me quedaría el descanso reparador y no esta perenne sensación de desrealidad, náusea y dolor de cabeza que me acompaña constantemente, día tras día.

Lo más triste del caso es que nadie va a entender qué jodido es el insomnio a menos que lo viva en carne propia. Y dado que no lo entienden, comparten consejos capacitistas como: “Pon tu mente en blanco”, “Relájate”, “cierra los ojos y cuenta hasta 100”. Como si el sueño fuese un interruptor con el que… “¡plin!” ahora estás despierto y “¡plin!” ahora estás dormido y lo único que hace falta es fuerza de voluntad. Caray, como si no me esforzara día tras día, durante los últimos 15 años, al menos.

He ido a diferentes profesionales con mi caso y la conclusión general es que debo tomar medicamentos para dormir. De hecho, la última vez que hablé con un psiquiatra prácticamente me automediqué. Mi diagnóstico es claro: Tengo trastorno de ansiedad generalizada; lo que al principio me llevó a tomar un cóctel de ansiolíticos, antidepresivos y antipsicóticos. De todas esas mierdas lo único que realmente me ayuda es clonazepam.

Así da gusto.

Tomar clonazepam hace que mi vida vuelva a ser color de rosa y me devuelve un optimismo que por poco me hace creer que el universo conspira a mi favor. Duermo profundo. Duermo bien. Y me levanto productivo, inspirado, con ganas de socializar. Sin embargo, el medicamento me trae tres problemas. El primero es obtenerlo, lo cual no es sencillo porque necesito una receta médica y por tanto pagar a un psiquiatra que la emita. Lo segundo es que el clonazepam, como todas las benzodiacepinas, causa tolerancia. Así que ya no puedo, por ejemplo, empezar con 0.25mg, debo tomar a partir de 1 o 2mg para estar a tono. El tercer problema es la dependencia. Pasado un tiempo debo ir retirando el medicamento. Sé cómo hacerlo, pero no es fácil porque tras varios meses de uso, me deja un síndrome de abstinencia; que es, básicamente, una o dos semanas de depresión severa, irritabilidad y… por supuesto… el retorno de la ansiedad y las malas noches.

Para resumir el clonazepam es una mierda y no cura nada. Sin embargo, me da un respiro, me devuelve por algunos meses ese gusto por la vida que deben compartir quienes tienen el privilegio de dormir de corrido y profundo 8 horas diarias. Me hace escapar, temporalmente, de aquella “lucidez vertiginosa”, como describía Emile Cioran al insomnio, que convierte el paraíso en un lugar de tortura.

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