Eran las 9:15 de la noche y le había prometido a Paty que iríamos al cine. Pero la única función disponible estaba para las 10:00 y se trataba de Cincuenta sombras de Grey. Bueno pues, hice de tripas corazón y traté de no pensar mucho en el asunto.
En un tiempo récord preparamos la cena, comimos, nos cambiamos, subimos a mi moto y volamos al cine; todo con tal de llegar cinco minutos antes de la función para comprar los boletos y sentarnos a ver todos los trailers (obsesión mía que data de mi época de crítico de cine). Esto podría hacer creer que que Paty y yo estábamos desesperados por ver la dichosa película; lo cual, en cierta manera, era cierto. En los últimos días decenas de comentarios moralistas (y otros que se la pegan de "a mí nada me sorprende") publicados en internet bajo la premisa "por qué no ver Cincuenta sombras de Grey", terminan por animar a cualquiera. Es como lo que pasó con El código Da Vinci, una película que, si no fuera por la mastodóntica oposición que recibió por parte de cierta facción de la iglesia católica, no se me hubiera ocurrido ver ni a tiros.
En fin, llegando a la sala sólo bastó un rápido vistazo a la gente que estaba sentada para darme cuenta de que me hallaba en un lugar muy ajeno a mi zona de confort. Paty con mucha astucia había escogido asientos en la segunda o tercera fila. Desde ahí se avizoraban dos frentes: los que se sentaban adelante, que se la pasaron manoseando su celular toda la bendita película (¡qué campeones!) y los que se sentaban atrás, quienes, según se veía, estaban manoseando otras cosas. En resumen, la desidia generalizada por parte de los espectadores nos hacía creer a Paty y a mí que, paradójicamente, eramos los únicos interesados en estar en la función.
Al fin, no era nada más de lo que se veía venir |
La proyección se desarrolló sin mayor novedad. Cincuenta sobras de Grey no era nada más de lo que se veía venir. Una película un tanto... patética: diálogos incoherentes, un paquete muy gratuito de escenas de porno tipo japonés y muchos cabos sueltos que, imagino, se irán desarrollando a lo largo de la franquicia saga. Pero, vamos, también había algunas cosas buenas (secundarias pero buenas): buena fotografía, buena música y, mal que bien, un final simpático y redondo. Finalmente y, contra todo pronóstico, podría decir que la película estuvo entretenida.
Ya de regreso a casa, y tratando de dilucidar si es que Jamie Dornan (el protagonista) tenía un ojo más grande que otro o era un defecto de posproducción, recordé un detalle importante que me arruinó la noche: resulta que ese mismo día, casi a la misma hora, se iba a proyectar en el cinematógrafo de la Alianza Francesa una de mis películas favoritas; "La soga", de Alfred Hitchcock. Recordé, además, que yo, hecho el espeso, desde el lunes había invitando y comprometido a mis amigos a ir a ver esta joya...
No cabe duda, aquí saben usar mejor las cuerdas. |
Y así pues, para terminar, recordé a Requejo -un viejo profesor de la universidad- cuando repetía una de esas frases que quedarán impregnadas en mi memoria durante toda la vida: "el que piensa pierde". Eso. A esas alturas de la noche, no cabía más que hacer de tripas corazón y concluir que, de pronto, tenía un buen tema para el blog.
Por cierto: ¿finalmente alguien fue a ver La soga?
1 comentario:
¡Es cierto! ninguno me llamo anoche, a pesar de que les había dicho que me avisaran cuando salieran de la película, por lo de mis finales.
No iré a ver las 50 sombras de Grey, aunque Isabel está insistente en que al volver de Lima la vayamos a ver (Sí es que sigue en cartelera, lo cual dudo).
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