Ella era mi sonrisa. No me hacía falta nada más para sentir
que el universo me pertenecía. Su sola presencia invadía mis enfermos
pensamientos y calmaba un poco el apetito desgarrador que tenía por la sangre.
Ella consumía mis plegarias
con besos tan dulces, que era yo incapaz de mantenerme en pie. No había
dios que pudiera frenar el torrente de caricias y oleajes de nuestro calor
fundiéndose con nuestra piel.
Ella era mi sonrisa. Era la única voz que apaciguaba con sus
sonidos aquellos demonios ancestrales que habitaban en mis entrañas y clamaban
siempre por salir para desatar su ira incontrolable contra el mundo.
Ella postergaba el reinado de terror que siempre prometía
desatar. Su presencia asfixiaba la maldad que acechaba dentro de mis recuerdos
y que pacientemente, aguardaba su ocasión para abrirse paso entre mis vísceras y exponerse a la superficie.
Ella era mi sonrisa.
Todo lo que fui, se lo había dado, ya no era yo mismo, sino una extensión de su
misma existencia. Incluso mis pecados, ésos que jamás pude revelarle a los
monjes paganos, ya no me pertenecían. Incluso esos, se los di.
Pero una madrugada ella decidió partir, cruzar el océano y
llevarse dentro de su bolso los restos de mi humanidad que aún tenían algún
sentido. Y sólo me dejó las sobras, los fantasmas y seres oscuros que esta
noche poseen mi cuerpo y me obligan a recordar que no pertenezco al paraíso. Y
que por su culpa, he de reinar en el infierno que ella misma construyó en
silencio y en secreto para mí.
Y aquí estaré, con mi piel tornándose roja, mis cuernos
afilados asomándose cada vez más y un tridente que no puedo soltar aunque
calcine mis manos. Aquí, embriagándome con el aroma dulce del azufre, expandiendo
el fuego en los bosques, esparciendo las semillas de las sombras, sintiendo mis
colmillos crecer... ya sin su sonrisa.
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