Faltan aún kilómetros para llegar a la ciudad, no quiero conducir de prisa, me gusta este camino. La playa se va empequeñeciendo en el horizonte y el sol cansado de andar, empieza a acurrucarse entre las nubes. Mi mirada fija en la carretera me lleva a unos años atrás.
Recuerdo cuando iba al lado del pasajero, el paisaje era muy diferente entonces, había nieve y mucha vegetación; edificios se erguían a lo lejos. A mi lado estaba un amigo, de ésos que como los cometas, aparecen una vez cada siglo por lo únicos y especiales que pueden llegar a ser.
En la radio se escucha Calaveras y Diablitos, nos dirigimos afuera de la ciudad, es domingo y en un día como éste sólo se puede hacer una cosa: comer un buen bufete de comida china, el Wok es la mejor opción.
Llegamos a nuestro destino. Entre cervezas y oleadas de comida las risas y confesiones se hacen tan largas que los camareros deben echarnos a la fuerza porque somos los últimos clientes en el local.
De repente reacciono, me doy cuenta que ya no estoy allí, que sigo conduciendo de regreso a esta ciudad que ya no siento mía. La playa ya se perdió en la distancia, y a través del retrovisor veo pasar las imágenes de esos domingos en casa de aquella pareja que compartió su vida conmigo alguna vez.
Los veo juntos, preparando la comida, arreglando la mesa y sin dejarme ayudar si quiera a poner los platos. Los veo conversando y riendo conmigo. No faltan los chistes de doble sentido y los planes a futuro de un reencuentro que tal vez ya no se dé.
Ella canta en los karaokes, su risa cruza las calles, los mojitos van y vienen. Él prepara leche de tigre, ha salvado la madrugada. Jugamos eternamente en la consola, reparamos ordenadores viejos, compramos móviles inútiles, planeamos negocios inverosímiles.
Los días pasan entre cine, woks, paseos y confesiones. Sé que voy a extrañarlos cuando todo esto acabe y ya no esté aquí. Porque nada dura para siempre y cada vez que estás a gusto en un lugar, nuevos caminos se abren para ser explorados. Sé que echaré de menos cada caminata y cada película que vimos.
Ellos fueron parte de mi alguna vez, hubo una época en que pude decir que eran mi familia. Porque la mía estaba lejos y mi soledad carcomía cada nervio y cada fibra de mis sentimientos. Ellos llegaron en el momento indicado, justo cuando el invierno había sepultado mi sonrisa.
Reacciono nuevamente, he acelerado tanto que ya estoy llegando a mi destino. Un cartel me da la bienvenida. Pero las respuestas no se encuentran en el horizonte, sino en las canciones que definen cada momento que atesoramos.
Se acaba el fin de semana y ha sido un buen paseo a la playa. Mi hijo descansa en brazos de su madre. Mis amigos a mi lado duermen sin advertir que ya estamos en la ciudad. El tráfico otra vez, el bullicio, los insultos entre los conductores.
Me detengo en un semáforo en rojo. En la radio, Calaveras y diablitos suena sorpresivamente. Cierro los ojos por un segundo y la oscuridad me lleva a esa otra ciudad lejana. Carlos y Jennifer me están esperando para comer. Es domingo, apenas estamos empezando.
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