Se llamaba Diana Pasareli. A sus 16 años ella era lo era todo
para mí. Nuestra relación había surgido entre los recreos del colegio y las
caminatas a su casa después de clases.
Sus conversaciones, aunque muy banales, me encantaban y me
dejaba seducir por su voz tan acaparadora y esa estruendosa risa.
Sus padres nunca estaban en casa, por lo que cada vez que
salíamos del colegio comíamos juntos en su sala mientras veíamos la televisión.
La acompañaba a su dormitorio, se desnuda delante de mí y se metía a duchar. Nunca me atreví a tocarla, no más allá de unos tímidos besos. Mientras ella cantaba en la ducha, yo
acariciaba sus vestidos y sus calcetines, con el deseo de poseerlos.
Diana salía de la ducha, su cuerpo lo cubría una diminuta
toalla. Gateaba por la cama sobre mí para llegar al espejo y pintarse los
labios con ese carmín tan fuerte, que yo también ardía por dibujarme la sonrisa
con ése color.
Nos quedábamos echados en su cama, yo acariciaba su cabellera
mientras ella se recostaba en mi pecho. Ella se dormía y yo me quedaba mirando
los posters de sus cantantes adolescentes favoritas con esas letras tan femeninas
y cursis. Claro que, nunca le confesé que en la soledad de mi casa yo también
cantaba esas canciones que ella disfrutaba y que se supone yo debía detestar.
Y así pasaban los días, a veces ella quería algo más, pero
yo le decía que debía esperar. Lo típico, una noche especial, el momento
adecuado, la música adecuada, la ocasión ideal. Algo así como el baile de
promoción. Y me hizo prometer que ésa noche fundiríamos nuestros cuerpos en un
abrazo que dure toda la noche, como en las películas románticas que ella
disfrutaba (y yo también).
Así pasaron las semanas mientras la noche de graduación se
acercaba. Con el pasar de los días mi nerviosismo crecía, había algo que quería
confesarle pero no me atrevía, no quería tal vez decepcionarla, o incluso
romperle el corazón. Yo la amaba pero no era capaz de contarle todo, y eso tal vez no
era amar.
Diana quería que la noche de graduación sea perfecta, y yo
quise compensarla por todo. Tal vez me excedí. Ella sólo quería una orquídea en
su mano, una que haga juego con el azul de su
vestido, y claro, un elegante caballero que la coja del brazo y la haga
entrar a la fiesta ante la atenta mirada de los demás compañeros de clase.
Pero mis ganas por sorprenderla me jugaron una mala pasada,
llegué su casa en una moto estruendosa,
vestido como un estudiante rebelde de los 60s, con la cazadora de cuero, los
jeans azules y unas botas con calaveras
metálicas en la punta. Tal como en sus películas.
Ella abrió la puerta, me miró a lo lejos, y su cara se
desencajó. Vi sus lágrimas caer antes de
que se vuelva y cierre la puerta tirando al suelo su orquídea. No la volví a
ver nunca más.
Diana sólo quería un hombre elegante con el cual perder la
virginidad ésa noche de graduación. No podía culparla, yo quería lo mismo.
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