martes, 25 de junio de 2024

Un día de mala suerte

¡Qué habilidad tienen los días para agrupar eventos desafortunados! Siendo un tipo racional, me enfado conmigo mismo al concluir con tanta ligereza que la "mala suerte" existe e intento encontrar una explicación. Pero días como el de hoy me dejan asombrado.

No tiene nada que ver con la historia pero me gustó el concepto.

Todo comenzó por la tarde (porque trabajo de madrugada y duermo en la mañana). Tenía como objetivo ir a cobrar una remesa a la agencia de Argenper. Decidí ir caminando porque los pasajes en transporte público han subido mucho y porque cada vez que tengo la oportunidad prefiero hacer algo de ejercicio. Además en el camino había una plaza que conmemoraba a Giordano Bruno y quería pasar por allí. ¿Qué podría salir mal? Todo.

Cuando llegué a la plaza estuve buscando afanosamente la figura que había visto por internet. Como no la encontraba, entonces decidí consultar y me di cuenta que todas las fotos que había visto eran de otra plaza en México. Vale, hasta acá, me reí de mí mismo por despistado. Quizá, me dije, no investigué más porque asumí que una plaza llamada "Giordano Bruno", debía tener por lo menos una referencia a Giordano Bruno. Pero de él parece que solo tenía el nombre. Y una cancha de fulbito.

En fin, decidí caminar con el frío de la tarde, a menos de 10°C pero empezó a llover, a pesar de que no había pronóstico de lluvia. Mi instinto, cual perro de Pavlov, me hizo suponer que podría entrar a un café y aguardar un rato a que el mal tiempo pase, como habría hecho en mejores momentos económicos. Así que pronto me hallé a mí mismo saboreando mentalmente un café que no iba a poder disfrutar, básicamente, porque no tenía dinero para pagarlo. No me quedó más remedio que seguir andando bajo la lluvia.

Saborear un café que no se puede pagar.

De pronto, recibí una llamada. Eran los de Argenper para decirme que me esperaban mañana en la agencia. Yo les respondí "¿Mañana? ya estoy en camino". Me informaron que los pagos solo se hacían hasta las 5 y eran las 5:20pm. Yo les dije que estaba a 20 minutos y que igual iba a llegar. Tenía entendido que el negocio estaba abierto hasta las 6. Contestaron: "Bueno, andá. A lo mejor el cajero puede hacer algo". Llegué a las 5:40pm. El local cerrado.

Así luce un local que cierra a las 6:00pm, a las 5:40pm.

Tengo que decir que hasta ese momento aún me encontraba ecuánime. Sabía que las cosas no habían salido bien, en parte por mi falta de precaución. Además, añadía, he llegado hasta acá por un asunto personal, por decir que caminé hasta la agencia, porque bien pude haber abandonado la empresa a medio camino. Así que decidí ir a tomar un colectivo de regreso, que hoy por hoy es tontamente más barato que el metro. Entonces... se me apagó el celular. Se me acabó la batería allí, en mi cara.

Para cualquier lugareño esto no es mayor inconveniente pero para mí es una pesadilla. Me cuesta mucho viajar en bus porque tengo que enfrentar al conductor (o cobrador) y decirle claramente a dónde voy, lo cual nunca sé con precisión. Por último, muchas veces no me entienden, me cobran cualquier cosa y me dejan lejísimos de mi destino. Por eso necesito tener internet para saber qué líneas van exactamente donde quiero, cómo luce tal línea, qué variante de la línea es y dónde están las putas paradas. Nunca es tan fácil como subir y decir "Rivadavia al 6000", básicamente porque en Buenos Aires como en Lima y en todas las ciudades donde existen buses urbanos, el que viaja en colectivo o pertenece al club secreto de los que usan la misma línea o nace sabiendo y, todos los demás, deben ser humillados o maltratados.

La cuestión es que no podía viajar en colectivo; razón por la cual caminé hasta el metro, que lo conozco mejor y, al ser impersonal, me trae muchísimos menos problemas. Sin embargo, resulta que tenía que cargar mi tarjeta SUBE. Fui a un quiosco y le dije al de la tienda, un tipo sumamente comodón: "quiero recargar 2000 pesos, que es todo lo que tengo". El de la tienda me respondió que si no compraba nada solo podía cargar 500. Medio enojado, le acepté la maña. "Listo, su saldo es de 165 pesos", me confirmó el rufián. Al parecer, la tarjeta estaba en negativo y parte de esos 500 pesos se consumieron con la deuda.

"¿Y ahora qué hago?", me pregunté. El pasaje del metro, según la web de la ciudad estaba en 650. Con 165 de saldo no podría completar un pasaje. Resignado, caminé a la estación, pensando gastar mis últimos 1500 en otra recarga. Llegué al subte y vi algo que de pronto me alentó: el encargado de la estación estaba haciendo pasar a todo el mundo gratis porque parece que se habían quedado sin sistema. Bajé las escaleras como Chris Gardner pensando: "Esta pequeña parte de mi vida se llama felicidad". Sin embargo, a escasos metros de la puerta alguien le avisa al empleado que el sistema había regresado e inmediatamente me señala el lector de tarjetas. "No tengo saldo", le comenté, esperando compasión. "Vení a recargar", me respondió, privándome de todo beneficio.

Así que tomé los 1500 pesos que tenía y los cargué a la tarjeta. Sin embargo, al usarla para entrar vi que la máquina de la puerta no me la leía. El encargado me dijo: "Pasá a la otra". Fui a la siguiente máquina y al entrar vi que marcaba algo extraño: "Saldo restante 365". "Está loca", pensé. "He recargado 1500. El pasaje está 650. Sin contar lo que tenía antes, debo tener para un pasaje más por lo menos", calculaba, y pensaba que iba a revisar bien ese asunto llegando a mi destino. 

En el andén, observé con impaciencia el paso de los trenes; todos tan llenos como el metropolitano en hora punta. Me preguntaba cómo podía ser que con estos precios aún la gente use masivamente este transporte. ¿Están todos locos o es que estoy tan pobre que no me he enterado?

Al fin me subí en un tren en el que por lo menos no tenía que reñir con la física para respirar. Llegué así a la estación, un rato después, cansado, de mal humor y con un dolor de espalda que me está jodiendo desde hace una semana y que se agudizó por mi gran idea de salir a caminar.

En la estación lo primero que hice fue revisar mi saldo en la tarjeta. En efecto, solo tenía 165 pesos. Pregunté en la boletería a qué se debía y me contestaron que quizá no me fijé y pasé la tarjeta dos veces en el viaje anterior. Así pues, mañana sin dinero, sin pasaje y con la espalda jodida, tendré que volver a ir caminando hasta Argenper, perdiendo un segundo día de trabajo; todo por mi despiste o, simple y llanamente, por mala suerte.

sábado, 22 de junio de 2024

A mi psicólogo le caigo mal

El psicólogo no es tu amigo. Entiendo que la gente piense que sí porque en las terapias se emplean métodos parecidos. Asistes a una sala acogedora, te preguntan cómo te sientes, te invitan a contar cosas muy íntimas durante varios meses, te aconsejan, te brindan soporte emocional, te ayudan a ser consciente de las cosas que andaban mal, etc. Así que uno tiende a creer que hay una conexión de por medio. Pero no es así. Además, el psicólogo es el principal interesado en que no se establezca tal cosa. A fin de cuentas es un tipo que está tratando con gente que tiene algún tipo de desorden mental.

Cuando empecé a ir a terapia, tenía muy clara esta idea. Sin embargo, en varios momentos vi comprometida esta convicción. Por ejemplo, alguna vez él me dijo: "Ah, eres filósofo, entonces vamos a tener charlas interesantes"... Y esto se materializó en una sesión en la que me dediqué a criticar el psicoanálisis. Me parece que mi psicólogo no se lo tomó a bien: No hizo ningún apunte, no hizo preguntas, mostró mucho desinterés. La verdad, no era mi intención echar por tierra su profesión; tampoco mostrarme como un sabelotodo. Solo quería saber hasta qué punto defendía esas ideas. Así se lo dije y añadí: disculpa si te fastidié, a veces soy medio pesado. No me respondió nada.

"El psicólogo no es tu amigo", me repetía yo mismo. Pero al vernos después de un feriado le preguntaba "¿cómo está tu familia?" A lo que él respondía parcamente: "bien". En otra ocasión alabé su buen gusto. Le dije que la decoración de su oficina me encantaba. Él, sin embargo, me cambió el tema. Incluso alguna vez le comenté que se veía bien para tener 45 años, pues pensaba que era menor que yo. No me dio respuesta. Intuyo que no lo hacía de mala onda sino que era su forma de evitar que los pacientes se pasen de la raya, su manera de mantener el asunto "profesional".

No puedo decir que me trató mal, sin embargo. Fue inteligente, comprensivo y también muy paciente conmigo. Además, me permitía quedarle debiendo las sesiones si no tenía dinero. En resumen, creo que me ayudó mucho; quizá no de una forma práctica, como podría hacerlo la terapia cognitiva conductual, pero sí de una forma más metafísica, más profunda, aquella que va más allá de la psicología como conjunto de "truquitos y tips".

No obstante, un hecho sí que fue determinante en mi comprensión del asunto.

Resulta que, al momento de dejar la terapia, ocho meses después, me tomé el atrevimiento de escribirle un texto más o menos extenso en el que le manifestaba mi agradecimiento por su dedicación, esperando contar con él en el futuro. Han pasado tres meses desde entonces. Nunca me respondió.

Al principio anduve un poco resentido. Pensaba: "¿Qué le costaba decir 'igualmente', 'gracias a ti', 'cuídate', 'que te vaya bien'? No... me dejó en visto. ¿Acaso, en efecto, le caía mal? ¿Debería escribirle para preguntar por qué no respondió mi mensaje?

Con el tiempo descubrí que no. Entendí que aquella afectación mía estaba sustentada por una idea falaz: creía erradamente que todo lo que le había contado, a lo largo de varios meses, equivalía a una relación de amistad y por eso me dolía que no haya ningún tipo de despedida. Pero luego recordé que nunca existió tal relación, que él siempre fue un médico que quería llevar las cosas de modo profesional y que, quizá no es que le "caigo mal", sino que, como ya sabía desde un principio, el psicólogo no está y nunca estuvo para ser de amigo.

viernes, 7 de junio de 2024

La gente no quiere la foto, quiere haber fotografiado

¿Qué hace la gente con sus fotos? Parece ser que las personas pierden el interés de lo fotografiado tan pronto lo suben a sus redes sociales. De allí solo Dios sabe, pues, si pasado un tiempo les preguntas: "¿Qué fue de las fotos de la reunión del año pasado?"; probablemente te responderán que no tienen ni puta idea. La gente es descuidada y conchuda. Descuidada, porque pierden los recuerdos sin ningún remordimiento; y conchuda, porque in situ son los individuos más afanosos, los más avezados, los que están toda la jornada jodiendo con el celular en la mano.


Probablemente no recordarán dónde guardaron sus fotos el próximo año.

Anda a ver qué hace la gente con un Iphone 15 Pro Max; un aparato que puede grabar videos hasta en 4k. Si te pones a pensar, eso es una monstruosidad: por hacer una comparativa, en la universidad, en mis clases de cine, practicábamos con unos armatostes que filmaban en VHS lo cual (según leí por allí) es un aproximado de 320x480 pixeles. Es decir; ahora la gente suele tener en sus bolsillos una cámara 100 veces más pequeña y 10 veces más nítida que la de los estudiantes de cine de mi generación. ¿Para qué? Para perder todo lo que graban el próximo año o, lo que es peor, para empeñarlo por un par de likes.

No entiendo cómo todos andan por allí como si nada. Y no es una cuestión generacional, porque uno podría pensar: "claro, como los jóvenes nunca pagaron por revelar una foto, no las valoran". No, estamos hablando también de gente mayor, gente que la mayor parte de su vida, tuvo que comprar un rollo de fotos, costear su revelado y probablemente adquirir un álbum para conservar las imágenes. Un buen ejemplo de esto es mi suegro; a quien vengo escuchando hace 10 años que tiene varios rollos de fotos de cuando Paty y sus hermanos eran niños, que por allí deben estar y que "algún día" va a revelar.

 

No solo es él. Así piensa toda la gente que conozco, incluídos mis amigos cercanos. Algunos incluso han llegado a contratar servicios de almacenamiento como Google fotos. No sé para qué. Tienen sus fotos y sus videos allí todos desordenados, sin fecha y, para colmo, cuando les preguntas por algún archivo específico, te dicen que "quizá" está en otra compu que no usan hace 10 años o en una pila de fotos pegoteadas, pendientes de escanear y así.


Yo hace tres años emprendí la labor de escanear todas las fotos de mi familia y hacer un archivo general. Lo hice, en parte, porque veía que las imágenes impresas se estaban decolorando, dañándose irrecuperablemente. Así que me dediqué a escanearlas, restaurarlas y ordenarlas cronológicamente. Luego hice lo mismo con otras fotos y vídeos digitales que tenía en diferentes fuentes. Además, le pagué a alguien para que digitalice todas las cintas de VHS que había por casa. Por último, fui consultando a familiares y amigos si tenían otras imágenes. Esto último resultó ser lo más frustrante debido a las excusas: "Voy a ver, yo te aviso", "no sé qué fueron", "me entró virus", "me robaron el teléfono", "solo tengo lo que está en facebook". 


Yo no digo que todos se tomen el trabajo de hacer un archivo como el que hice. Sin embargo, debería haber una preocupación por lo menos por cuidar lo que en un momento uno estimó digno de registrar. A no ser que lo fotografiado nunca tuviese valor. Si fuera así, ¿Para qué tomar la foto, entonces? No sé... De pronto se me vienen a la mente las palabras de Alejandro Dolina cuando decía: "la gente no quiere leer, quiere haber leído". En este caso yo diría, parafraseando: La gente no quiere la foto. La gente quiere haber fotografiado. Quiere haberse salido con la suya. Quiere haber sacado su teléfono y que la vean tomando fotos. Quiere haber estado allí. Quiere que le den me gusta. El recuerdo es lo de menos.