La primera vez que fui a Morropón tenía seis
años. Fuimos un domingo de paseo familiar. Recuerdo muy bien que al llegar me
llamó la atención que había mucha gente huaqueando, era la primera (y única)
vez que lo veía. Mi tío César me regaló una calavera que aún conservaba la
dentadura y cuyo cráneo estaba tan deteriorado que se descascaraba, sabe dios a
quién habría pertenecido. Obviamente mis padres no me dejaron conservarla, al regresar
a Piura me la quitaron.
Después de ese fin de semana pasé con mi hermano
Joel tres veranos seguidos en Morropón. Hice
nuevos amigos, conocí mucha gente. Recuerdo a Coco trepándose en árboles
altísimos con los pies atados, para mí era toda una proeza, yo jamás me había
subido a uno. También estaban William y Marco, de quienes admiraba su destreza
para domar y montar un caballo (yo hasta ahora temo subirme a uno). Cogíamos la
fruta directamente de los árboles mientras íbamos caminando a la chacra del tío
Danilo, en la cual podía jugar por horas. Recuerdo la acequia a la entrada de
Morropón, en la que nos bañábamos cada vez que podíamos. El río Capones, al que
llegábamos caminando largo rato después de recorrer un camino custodiado por
árboles de ciruela. Y los gallos, pollos, patos, vacas y todo animal de granja a
los que no dejaba de perseguir.
Era niño. El calor, los mosquitos y el
cansancio no me afectaban. Yo estaba perdido en el paraíso. Y fue mío por tres
veranos.
Yo en uno de los tantos veranos por allá. |
Pasó el tiempo, crecí, y ya no tuve la
oportunidad de volver a Morropón, claro que lo extrañaba, pero por uno u otro
motivo esa tierra pasó a ser lejana para mí.
Fue en el año 2001 que volví con mis amigos de
la universidad a filmar nuestro primer documental. No tuve la oportunidad de
recorrer los lugares a los que solía ir de niño, ni visitar a los viejos amigos
que la vida me presentó en mi infancia.
Esta vez conocí otros sitios cercanos a
Morropón, como Piedra del Toro o el cerro La Cruz. Pasamos la noche en casa de
la abuela de mi compañero Javicho. Nos llenó de atenciones, nunca en mi vida he
vuelto a comer un desayuno así de vasto como el que me invitó aquella dulce
señora.
Ya para el regreso pasamos por Carrasquillo a
visitar a la abuela de mi compañero Julio. Hasta hoy la recordamos por la
energía y fiereza con las que nos trataba. Aun así, nos regaló un cargamento
entero de plátanos, que sufrimos para poder llevarlos desde la chacra hasta
donde habíamos dejado la camioneta (el aguilita). Por cosas del destino, de ése
viaje, sólo conservo estas fotos:
Detalle del cerro La Cruz |
Piedra del Toro, foto rochosa |
Eso fue en el 2001. Volvió a pasar el tiempo y
Morropón pasó otra vez a ser desconocido para mí.
No fue hasta este verano (2015) que tuve la
oportunidad de ir otra vez. Y aquí es donde realmente comienza mi relato (sí,
todo lo anterior era sólo una introducción).
Fui invitado casi a última hora a la fiesta de
cumpleaños de mi sobrino. No lo pensé dos veces, cogí mi mochila, mi sombrerito
negro, mis lentes de Lennon y abordé el primer bus con destino a Morropón.
Gracias a la ayuda del señor que se sentó a mi costado no me bajé un pueblo
antes, eran ya las 7 de la noche y no sabía por dónde íbamos. Al bajar por fin,
caminé un poco, respirando ese olor característico de los pueblos que aún no
sufren las inclemencias del smoke. Sentí cómo el calor me recibía con una
ternura que ningún pueblo me ha dado al llegar. Y allí estaba, la casa del tío
Danilo. Me recibieron efusivamente, como cuando tenía seis años. Y nos sentamos
a conversar al frente de la casa, con la tranquilidad de estar en el sofá de mi
sala. Me reencontré con las viejas amistades de cuando niño.
La casa y las banquitas :) |
Esa noche la aproveché lo más que pude.
Paseamos en bicicleta, caminamos por las calles y aunque no pudimos ir a bailar
(ése era el plan original) recorrimos a pie la ciudad buscando una
hamburguesa o un pollo a la brasa, y
aunque la búsqueda fue inútil, mi prima Ana Claudia, Liz y yo conversamos hasta
muy tarde sobre amores perdidos, recuerdos olvidados, trabajos mal pagados y
fiestas infantiles. Intentando sarcásticamente aconsejarnos entre nosotros.
A la mañana siguiente me esperaba un buen
desayuno, ayudar a hacer limpieza e inflar globos para la fiesta. No hubo cosa
que no disfrutara hacer. A las once de la mañana Dalma y yo cogimos las
bicicletas y fuimos a recorrer la carretera. Cada vez más, y más, y más lejos.
Pasamos la Huaquilla y si no fuera por un bus que nos heló la sangre al pasar a
nuestro lado en el puente, hubiéramos llegado a Carrasquillo. Así que dimos
media vuelta, y a casa.
Hasta aquí llegamos en bici |
El regreso lo hicimos despacio, haciendo
paradas ocasionales para protegernos del sol, y también paradas forzadas para chocar
con algún enorme cartel que alguien dejó imprudentemente a mitad del camino y
que era visible desde cientos de metros atrás (¿verdad Dalma?).
Después de una buena ducha y un almuerzo
reponedor, nos fuimos en mototaxi hasta la chacra del tío Danilo. Le dimos de
comer a los cerdos e intenté inútilmente atrapar un pollo y acariciar un
ternero. Pero algo había cambiado. La chacra no era como yo la recordaba. Ahora
no tenía casi árboles y me parecía mucho más chica de cuando niño. Aun así me
dio mucha ternura y alegría regresar a ese lugar.
Ya para la tarde se dio inicio la fiesta
infantil. Yo no me siento muy cómodo con estas celebraciones llenas de payasos
y dalinas mal vestidas gritando y forzando a los niños a jugar. Pude ver la
misma incomodidad en Dalma así que sin pensarlo tanto nos fuimos otra vez en
las bicicletas, esta vez a pasear por el centro de la ciudad, donde luego
paramos en la plaza principal para conversar largo rato, tanto que se nos hizo
de noche y al regresar, la fiesta (felizmente) ya había acabado, pero yo igual
reclamé mis dulces y mi porción de torta.
Esa noche me divertí mucho mirando bailar a los
chicos del lugar en plena calle con la mayor desenvoltura y confianza de ser
uno mismo, que difícilmente se pueden encontrar en una ciudad como Piura.
Obviamente yo no bailé. Todos los que me conocen saben que bailar es mi
kriptonita.
Al día siguiente nos levantamos a las 6am, con
la intención de coger un bus que nos lleve de regreso a la vida normal y
monótona de Piura. Larga fue la espera para poder coger ese bus. Pero al fin,
ya sentados en el bus y diciéndole “adiós” a la ciudad, no pude evitar volver
la vista y despedirme en secreto de aquel maravilloso lugar, prometiéndome
volver en cuanto pueda.
:) |
Sé que allí estaría tranquilo, es un pueblo donde puedes caminar por las calles y saludar a todos aunque no te conozcan.
Puedes coger una bicicleta y recorrer tantos kilómetros que querrás parar a
medio camino para alimentar con ciruelas unas cuantas vacas mientras reposas. Puedes
ir al centro de la ciudad, regalarle una flor a alguien y conversar por horas
sin que te importe si es de día o de noche. Puedes escuchar todos los mitos y
leyendas urbanas sobre duendes, brujas, demonios y mejor aún, llegar a
creértelos. Es un lugar donde los desayunos y almuerzos son tan generosos como
las personas que te los ofrecen. Allí hallarás gente dispuestas a escucharte
y ayudarte, con el corazón lleno de miel de abeja.
Morropón, donde el calor es tan fuerte, pero no te importará porque tienes el río a tu disposición y éste sabrá
refrescarte y despertarte para seguir caminando. Un lugar donde difícilmente
la sonrisa se borra de tu rostro. A menos que claro, estés tan acostumbrado a
la ciudad y sus comodidades que no seas capaz de ver más allá de lo evidente.
Este lugar lo tiene todo para que puedas
reencontrarte contigo mismo, y eso, en estos tiempos, es más que necesario. Así
que sin más, que se joda Piura, yo me vuelvo a Morropón.
Plaza de Armas |
2 comentarios:
Ese señor Melquiades, por maximizar su cariño a Morropón, nos hecha barro a sus amigos piuranos. No quiere regresar a la monotonía de Piura, acá sus patas se preocupan por pintarle su vida de arco iris y allá el hombre nos malbaratea: "Que se joda Piura yo me vuelvo para Morropón"... Bien palomilla.
En Morropón no está Chucho
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