Verónika desea morir, pero no se atreve a hacerlo por su propia mano, ella
busca en secreto alguien que tenga el valor de arrancarle su cansada vida.
Sus conocidos la ignoran cuando les habla de su deseo, la toman por loca o
como una bromista, por eso le cuenta este secreto a personas extrañas, ésas que
apenas conoce, ésas que se cruzan en su camino y no se sabe si volverá a verlas
o no.
Verónika se cansa de buscar, pero, aunque su deseo es grande no llega a
comprender ni siquiera ella misma porqué es que ha decidido terminar con su
existencia. Tal vez sea esa ciudad. Esa ciudad llena de tristeza.
Para ella, Lima es un cascarón vacío, un lugar lleno de miseria. Una ciudad
que aborrece su alegría, donde la melancolía y la contaminación se mezclan en
el rostro de Verónika.
No hay fines de semana alegres en la capital, no hay paseos en bicicleta,
artistas en la calle, noches de fiesta, calles empedradas o parques con gatos, ni siquiera animes que la consuelen.
No, para Verónika todo está muerto. Sobre todo Dios, él fue el primero en
suicidarse en esta ciudad, ya talvez por su culpa todo se fue a la mierda. Si
algún dios aún se atreviera a respirar en esta ciudad, Verónika se encargaría
personalmente de arrebatarle la vida, y luego talvez, tenga el valor de hacerlo
para sí misma.
Esta ciudad ya no le puede ofrecer nada, pero por algún motivo, cada vez
que intenta huir, termina regresando a este poblado tan lleno de grises y aborrecibles
atardeceres.
Verónika sigue buscando, en las calles solitarias, en los puentes
abandonados, entre gatos solitarios, entre noches sin estrellas, entre
cementerios antiguos y entre almas desconocidas, una mano que apriete su
cuello, que hunda los dedos en sus delicados ojos, que corte su fina garganta y
que apague en un suspiro (o maullido) de una vez por todas con su existencia en
esta ciudad.
Ten fe Verónika, espérame, ya voy rumbo a Lima.
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