Hay un hombre lobo en Piura. Lo he visto caminando de noche, deambulando un poco perdido por la ciudad. Suele llevar ropa negra, zapatillas rojas, cabello largo y una mirada melancólica. Prefiere los lunes por la madrugada para salir a las calles intentando buscar en la mirada de rostros desconocidos, los ojos de ella, esos ojos de Luna Llena de la muchacha piel de nieve, esos ojos que han transformado en lobo, a aquel solitario hombre ahogado por el insomnio.
Su andar es lento y cansado, sus pasos tristes como la noche. Puede que lleve un libro bajo el brazo, o un morral cargado de apuntes y notas que se llenan de letras cuando reposa en alguna banca o parada de autobús.
Y alguna vez, cuando no hay nadie alrededor, no puede evitar aullar. Es una mezcla de rugido y llanto. Allí empieza su transformación, cambia de piel, su humanidad se desvanece y da paso a una bestia cargada de emociones y sentimientos que no se puede contener. Y así convertido en lobo corre bajo la luna llena atravesando la ciudad, esa luna que le recuerda los ojos de ella.
Y llega hasta su portal, y aúlla con todas sus fuerzas agazapado entre las sombras de los arbustos. Sólo los gatos callejeros corresponden ese aullido. Pero ella nunca, jamás, se asoma por la ventana. Los aullidos son transportados por el viento, que los aleja cada vez más y los termina perdiendo entre callejones llenos de animales abandonados.
Es inútil, ella no saldrá jamás a mirarlo. Puede que lo escuche gritar o aullar pero prefiere seguir encerrada en su habitación. El hombre lobo la espera hasta que los primeros rayos del sol van tocando su piel, y devolviéndole otra vez su humanidad, para seguir sobreviviendo en esta ciudad.
Lo digo yo, que lo he visto.
Anoche salí a caminar y me topé con unas vidrieras grandes en la calle. Miré el reflejo, y allí estaba el hombre lobo, mirándome fijamente a los ojos a través del espejo, esperando la inminente transformación, para otra vez correr a su portal.
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